El día que me perdí
Isaac Bashevis Singer
No es difícil reconocerme. Si ven
por la calle a un hombre con un abrigo demasiado grande, zapatos enormes, un
arrugado sombrero de ala ancha, lentes a los que les falta un cristal y un
paraguas aunque el sol brille en todo lo alto, ese soy yo, el profesor
Shlemiel. Hay pistas más sólidas que me identifican. Mis bolsillos siempre
están colmados de periódicos, revistas y papeles. Llevo un portafolios
atiborrado y siempre estoy cometiendo errores. He vivido en la Ciudad de Nueva
york por más de cuarenta años y, sin embargo, cuando quiero ir a los suburbios
siempre me encuentro yendo hacía el centro y cuando quiero ir hacia el este me
veo yendo al oeste. Llego tarde a todos lados y nunca reconozco a nadie.
Siempre pierdo las cosas. Mil
veces al día me pregunto ¿dónde dejé la pluma?, ¿dónde puse el dinero?, ¿dónde
está el pañuelo?, ¿dónde está mi agenda? Soy lo que se conoce como el profesor
distraído.
Durante muchos años he dado
clases de filosofía en la misma universidad y todavía tengo problemas para
encontrar mis grupos. Los elevadores me hacen malas jugadas. Cuando quiero ir a
los pisos de arriba las puertas se abren en el sótano. No pasa un día sin que
una puerta se cierre sobre de mí. Las puertas de los elevadores son mis peores
enemigos.
Mi eterna confusión me lleva a
olvidar eventos y a perder las cosas.
Si entro a una cafetería, cuelgo
mi abrigo y salgo sin él. Para cuando me acuerdo de recogerlo ya se me olvidó
donde estuve. Pierdo sombreros, paraguas, libros, zapatos para lluvia y, sobre
todo, manuscritos. Algunas veces hasta he olvidado mi dirección. Una tarde tomé
un taxi porque me urgía llegar a casa. El taxista preguntó, “¿A dónde? Y yo no
pude recordar mi dirección.
“A casa”, le dije.
“¿Cómo?”, preguntó asombrado.
“No me acuerdo”, le contesté.
“¿Cómo se llama usted?”
“Soy el profesor Shlemiel”
“Mire profesor”, me dijo. “Lo
llevaré hasta un teléfono público, se busca en la guía y allí encontrará su
dirección”.
Me llevó hasta la farmacia más
cercana pero se negó a esperar. Estaba por entrar al local cuando me di cuenta
de que había olvidado el portafolios en el taxi. Corrí detrás del auto gritando
“¡mi portafolios, mi portafolios!”, pero el taxi ya estaba muy lejos para que
el chofer me escuchara.
En la farmacia encontré un directorio pero
cuando llegué a la letra “S” me di cuenta con horror de que aunque había una
lista de Shlemiels, yo no estaba entre ellos. En ese momento recordé que hacía
unos meses la señora Shlemiel había decidido que tuviéramos un número privado.
La razón era que a mis estudiantes se les ocurría llamarme a altas horas de la
noche para despertarme. También ocurría con frecuencia que alguien quería
llamar a otro Shlemiel y me llamaba a mí. Eso estaba bien- pero ¿cómo iba a
llegar a casa?
A veces llevaba en la bolsa del
saco algunas cartas dirigidas a mí, pero ese día había resuelto vaciar todos
mis bolsillos. Era mi cumpleaños y mi esposa había invitado a algunos amigos a
cenar. Había preparado un gran pastel con velitas y toda la cosa. Podía
imaginar a mis amigos sentados en la sala esperándome para desearme feliz
cumpleaños.
Sin embargo, aquí estaba yo, en
una farmacia, incapaz de acordarme de mi dirección.
Entonces recordé el número de
unos de mis amigos. El doctor Motherhead y decidí llamarlo para que me ayudara.
Marqué y una voz joven me contestó.
“¿Se encuentra el doctor
Motherhead?”
“No”, fue la respuesta.
“¿Está su esposa?”
“Los Dos salieron”, contestó la
chica.
“Tal vez pueda decirme dónde
fueron.
“Soy la niñera pero creo que
fueron a una fiesta a la casa del profesor Shlemiel. ¿Le gustaría dejar un
recado? ¿Quién les digo que llamó?”
“El profesor Shlemiel”
“Se fueron hace una hora a su
casa”, me dijo
“¿Me podrías decir a dónde?”, le
pregunté.
“Se lo acabo de decir. Fueron a
su casa”
“Sí, pero ¿dónde vivo?”
“Usted debe de estar bromeando”,
me dijo, y colgó.
Traté de llamar a varios amigos
(aquellos de cuyos números me acordé) pero dondequiera que llamé me contestaron
que se habían ido a una fiesta a la casa del profesor Shlemiel. Mientras estaba
parado en la calle preguntándome qué hacer empezó a llover. “¿Dónde está mi
paraguas?”, me pregunté. Y de inmediato supe la respuesta. Lo había olvidado en
algún lugar. Me cobije bajo una marquesina cercana. Esta era una tormenta.
Había truenos y relámpagos. Todo el día había estado soleado y cálido, pero
ahora que estaba perdido y mi paraguas también, tenía que llover. Y parecía que
duraría toda la noche.
Para distraerme empecé a ponderar el viejo
problema filosófico. Mamáa gallina pone un huevo, pensaba, y cuando empolla,
hay un pollito. Así es como siempre ha sido. Todos los pollitos nacen de un
huevo. Y cada huevo viene de una gallina. Pero, ¿qué fue primero, el huevo o la
gallina? Ningún filósofo ha sido capaz de resolver esta eterna pregunta. Sin
embargo hay una respuesta. Tal vez yo, Shlemiel estoy destinado a tropezar con
ella.
Seguía lloviendo a cántaros. Mis
pies estaban mojados y tenía frío. Empecé a estornudar y quería limpiarme la
nariz, pero mi pañuelo también se había esfumado.
En ese momento vi un perro grande
de color negro Estaba parado bajo la lluvia, completamente mojado y me miraba
con ojos tristes. Supe de inmediato cuál era el problema. El perro estaba
perdido. Él también había olvidado su dirección. Sentí un gran amor por ese
inocente animal. Lo llamé y vino corriendo a mí. Hablé con él como si fuera una
persona. “Amigo, estamos en el mismo barco”, le dije. “Soy un hombre Shlemiel y
tú eres un perro Shlemiel. Tal vez también sea tu cumpleaños y haya para ti una
fiesta también. Y aquí estás temblando y desamparado bajo la lluvia, mientras
tu adorable amo te está buscando por todos lados. Tal vez estés tan hambriento
como yo”.
Acaricié su cabeza mojada y él
movió la cola.
“Lo que me pase a mi te pasará a
ti también”, le dije. “Me quedaré contigo hasta que ambos encontremos nuestros
hogares. Si no encontramos a tu amo te quedarás conmigo. Dame la mano” El perro
levantó la pata derecha. Sin duda había comprendido.
Paso un taxi y nos baño a los
dos. De pronto se detuvo y escuché a alguien gritar, “Shlemiel, Shlemiel”.
Levanté la vista y vi que la puerta del taxi se abría, apareciendo la cabeza de
un amigo. “Shlemiel, me gritó. “Qué haces aquí? ¿A quién esperas?”
“¿A dónde vas?”, le pregunté.
“A tu casa, por supuesto” Siento
llegar tarde pues tuve un imprevisto, pero más vale tarde que nunca. ¿Por qué
no estás en tu casa? ¿De quién es ese
perro?”
“Solo Dios pude haberte enviado”,
exclamé. “¡Qué nochecita! Olvidé mi dirección, dejé el portafolios en un taxi,
perdí mi paraguas y no sé dónde quedaron mis zapatos para la lluvia”.
“Shlemiel, si alguna vez hubo un
profesor distraído, ese eres tú”.
Cuando toqué el timbre de mi
departamento mi esposa abrió.
“¡Shlemiel!, gritó. “Todos están
esperándote. ¿Dónde te habías metido? ¿Dónde está tu portafolios? ¿Y tu
paraguas? ¿Y tus zapatos para la lluvia? Y, ¿Quién es este perro?
Nuestros amigos me rodearon.
“¿Dónde estabas?”, me preguntaban. “Ya estábamos preocupados. Creíamos que algo
te había pasado”.
“¿Quién es este perro?” Mi esposa
seguía preguntando.
“No sé”, le dije al fin. “Lo
encontré en la calle. Por el momento lo llamaremos Bow Wow.”
“¡Aja!. Bow Wow. Me contestó con
sarcasmo.
“Sabes que la gata odia a los
perros. ¿Y los periquitos, qué? Los matará de un susto”.
“Es un perro tranquilo”, le dije.
“Hará migas con la gata. Estoy seguro que le encantarán los periquitos. No
podría dejarlo temblando en la lluvia. Es un alma de Dios”
Al momento de decir esto el perro
soltó un aullido que nos heló la sangre. La gata huyó hasta la recámara. Cuando
vio al perro arqueó la espalda y escupió lista para sacarle los ojos de un
zarpazo. Los periquitos en su jaula empezaron a batir las alas y a chillar.
Todo el mundo empezó a parlotear. Era un pandemonio.
¿Quieren saber cómo acabó todo?
Bow Wow aun vive con nosotros. Él
y la gata son grandes amigos. Los periquitos han aprendido a montar en su lomo
como si fuera un caballo. En lo que a mi esposa respecta, ella ama a Bow Wow
más que yo. Siempre que saco al perro nos dice, “no vayan a olvidar su
dirección, ¿Eh?”
Nunca encontré mi portafolios, ni
mi paraguas ni mis zapatos para la lluvia. Al igual que muchos filósofos que me
precedieron he renunciado a resolver el problema del huevo y la gallina. En
lugar de eso, he empezado a escribir un libro que se llamará “Las memorias de
Shlemiel”. Si no olvido el manuscrito en un taxi, o en un restaurante, o en una
banca del parque, algún día lo leerán. Mientras tanto, aquí les dejo un botón
de muestra.