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jueves, 18 de julio de 2013

Mis traducciones y otros cuentos

El día que me perdí

Isaac Bashevis Singer

No es difícil reconocerme. Si ven por la calle a un hombre con un abrigo demasiado grande, zapatos enormes, un arrugado sombrero de ala ancha, lentes a los que les falta un cristal y un paraguas aunque el sol brille en todo lo alto, ese soy yo, el profesor Shlemiel. Hay pistas más sólidas que me identifican. Mis bolsillos siempre están colmados de periódicos, revistas y papeles. Llevo un portafolios atiborrado y siempre estoy cometiendo errores. He vivido en la Ciudad de Nueva york por más de cuarenta años y, sin embargo, cuando quiero ir a los suburbios siempre me encuentro yendo hacía el centro y cuando quiero ir hacia el este me veo yendo al oeste. Llego tarde a todos lados y nunca reconozco a nadie.
Siempre pierdo las cosas. Mil veces al día me pregunto ¿dónde dejé la pluma?, ¿dónde puse el dinero?, ¿dónde está el pañuelo?, ¿dónde está mi agenda? Soy lo que se conoce como el profesor distraído.
Durante muchos años he dado clases de filosofía en la misma universidad y todavía tengo problemas para encontrar mis grupos. Los elevadores me hacen malas jugadas. Cuando quiero ir a los pisos de arriba las puertas se abren en el sótano. No pasa un día sin que una puerta se cierre sobre de mí. Las puertas de los elevadores son mis peores enemigos.
Mi eterna confusión me lleva a olvidar eventos y a perder las cosas.
Si entro a una cafetería, cuelgo mi abrigo y salgo sin él. Para cuando me acuerdo de recogerlo ya se me olvidó donde estuve. Pierdo sombreros, paraguas, libros, zapatos para lluvia y, sobre todo, manuscritos. Algunas veces hasta he olvidado mi dirección. Una tarde tomé un taxi porque me urgía llegar a casa. El taxista preguntó, “¿A dónde? Y yo no pude recordar mi dirección.
“A casa”, le dije.
“¿Cómo?”, preguntó asombrado.
“No me acuerdo”, le contesté.
“¿Cómo se llama usted?”
“Soy el profesor Shlemiel”
“Mire profesor”, me dijo. “Lo llevaré hasta un teléfono público, se busca en la guía y allí encontrará su dirección”.
Me llevó hasta la farmacia más cercana pero se negó a esperar. Estaba por entrar al local cuando me di cuenta de que había olvidado el portafolios en el taxi. Corrí detrás del auto gritando “¡mi portafolios, mi portafolios!”, pero el taxi ya estaba muy lejos para que el chofer me escuchara.
 En la farmacia encontré un directorio pero cuando llegué a la letra “S” me di cuenta con horror de que aunque había una lista de Shlemiels, yo no estaba entre ellos. En ese momento recordé que hacía unos meses la señora Shlemiel había decidido que tuviéramos un número privado. La razón era que a mis estudiantes se les ocurría llamarme a altas horas de la noche para despertarme. También ocurría con frecuencia que alguien quería llamar a otro Shlemiel y me llamaba a mí. Eso estaba bien- pero ¿cómo iba a llegar a casa?
A veces llevaba en la bolsa del saco algunas cartas dirigidas a mí, pero ese día había resuelto vaciar todos mis bolsillos. Era mi cumpleaños y mi esposa había invitado a algunos amigos a cenar. Había preparado un gran pastel con velitas y toda la cosa. Podía imaginar a mis amigos sentados en la sala esperándome para desearme feliz cumpleaños.
Sin embargo, aquí estaba yo, en una farmacia, incapaz de acordarme de mi dirección.
Entonces recordé el número de unos de mis amigos. El doctor Motherhead y decidí llamarlo para que me ayudara. Marqué y una voz joven me contestó.
“¿Se encuentra el doctor Motherhead?”
“No”, fue la respuesta.
“¿Está su esposa?”
“Los Dos salieron”, contestó la chica.
“Tal vez pueda decirme dónde fueron.
“Soy la niñera pero creo que fueron a una fiesta a la casa del profesor Shlemiel. ¿Le gustaría dejar un recado? ¿Quién les digo que llamó?”
“El profesor Shlemiel”
“Se fueron hace una hora a su casa”, me dijo
“¿Me podrías decir a dónde?”, le pregunté.
“Se lo acabo de decir. Fueron a su casa”
 “Sí, pero ¿dónde vivo?”
“Usted debe de estar bromeando”, me dijo, y colgó.
Traté de llamar a varios amigos (aquellos de cuyos números me acordé) pero dondequiera que llamé me contestaron que se habían ido a una fiesta a la casa del profesor Shlemiel. Mientras estaba parado en la calle preguntándome qué hacer empezó a llover. “¿Dónde está mi paraguas?”, me pregunté. Y de inmediato supe la respuesta. Lo había olvidado en algún lugar. Me cobije bajo una marquesina cercana. Esta era una tormenta. Había truenos y relámpagos. Todo el día había estado soleado y cálido, pero ahora que estaba perdido y mi paraguas también, tenía que llover. Y parecía que duraría toda la noche.
 Para distraerme empecé a ponderar el viejo problema filosófico. Mamáa gallina pone un huevo, pensaba, y cuando empolla, hay un pollito. Así es como siempre ha sido. Todos los pollitos nacen de un huevo. Y cada huevo viene de una gallina. Pero, ¿qué fue primero, el huevo o la gallina? Ningún filósofo ha sido capaz de resolver esta eterna pregunta. Sin embargo hay una respuesta. Tal vez yo, Shlemiel estoy destinado a tropezar con ella.
Seguía lloviendo a cántaros. Mis pies estaban mojados y tenía frío. Empecé a estornudar y quería limpiarme la nariz, pero mi pañuelo también se había esfumado.
En ese momento vi un perro grande de color negro Estaba parado bajo la lluvia, completamente mojado y me miraba con ojos tristes. Supe de inmediato cuál era el problema. El perro estaba perdido. Él también había olvidado su dirección. Sentí un gran amor por ese inocente animal. Lo llamé y vino corriendo a mí. Hablé con él como si fuera una persona. “Amigo, estamos en el mismo barco”, le dije. “Soy un hombre Shlemiel y tú eres un perro Shlemiel. Tal vez también sea tu cumpleaños y haya para ti una fiesta también. Y aquí estás temblando y desamparado bajo la lluvia, mientras tu adorable amo te está buscando por todos lados. Tal vez estés tan hambriento como yo”.
Acaricié su cabeza mojada y él movió la cola.
“Lo que me pase a mi te pasará a ti también”, le dije. “Me quedaré contigo hasta que ambos encontremos nuestros hogares. Si no encontramos a tu amo te quedarás conmigo. Dame la mano” El perro levantó la pata derecha. Sin duda había comprendido.
Paso un taxi y nos baño a los dos. De pronto se detuvo y escuché a alguien gritar, “Shlemiel, Shlemiel”. Levanté la vista y vi que la puerta del taxi se abría, apareciendo la cabeza de un amigo. “Shlemiel, me gritó. “Qué haces aquí? ¿A quién esperas?”
“¿A dónde vas?”, le pregunté.
“A tu casa, por supuesto” Siento llegar tarde pues tuve un imprevisto, pero más vale tarde que nunca. ¿Por qué no estás en tu casa?  ¿De quién es ese perro?”
“Solo Dios pude haberte enviado”, exclamé. “¡Qué nochecita! Olvidé mi dirección, dejé el portafolios en un taxi, perdí mi paraguas y no sé dónde quedaron mis zapatos para la lluvia”.
“Shlemiel, si alguna vez hubo un profesor distraído, ese eres tú”.
Cuando toqué el timbre de mi departamento mi esposa abrió.
“¡Shlemiel!, gritó. “Todos están esperándote. ¿Dónde te habías metido? ¿Dónde está tu portafolios? ¿Y tu paraguas? ¿Y tus zapatos para la lluvia? Y, ¿Quién es este perro?
Nuestros amigos me rodearon. “¿Dónde estabas?”, me preguntaban. “Ya estábamos preocupados. Creíamos que algo te había pasado”.
“¿Quién es este perro?” Mi esposa seguía preguntando.
“No sé”, le dije al fin. “Lo encontré en la calle. Por el momento lo llamaremos Bow Wow.”
“¡Aja!. Bow Wow. Me contestó con sarcasmo.
“Sabes que la gata odia a los perros. ¿Y los periquitos, qué? Los matará de un susto”.
“Es un perro tranquilo”, le dije. “Hará migas con la gata. Estoy seguro que le encantarán los periquitos. No podría dejarlo temblando en la lluvia. Es un alma de Dios”
Al momento de decir esto el perro soltó un aullido que nos heló la sangre. La gata huyó hasta la recámara. Cuando vio al perro arqueó la espalda y escupió lista para sacarle los ojos de un zarpazo. Los periquitos en su jaula empezaron a batir las alas y a chillar. Todo el mundo empezó a parlotear. Era un pandemonio.
¿Quieren saber cómo acabó todo?
Bow Wow aun vive con nosotros. Él y la gata son grandes amigos. Los periquitos han aprendido a montar en su lomo como si fuera un caballo. En lo que a mi esposa respecta, ella ama a Bow Wow más que yo. Siempre que saco al perro nos dice, “no vayan a olvidar su dirección, ¿Eh?”
Nunca encontré mi portafolios, ni mi paraguas ni mis zapatos para la lluvia. Al igual que muchos filósofos que me precedieron he renunciado a resolver el problema del huevo y la gallina. En lugar de eso, he empezado a escribir un libro que se llamará “Las memorias de Shlemiel”. Si no olvido el manuscrito en un taxi, o en un restaurante, o en una banca del parque, algún día lo leerán. Mientras tanto, aquí les dejo un botón de muestra.